Suma de todos los malentendidos que se concentran alrededor de un nombre.
Palabras de Rainer Maria Rilke que cita Stefan Zweig en su libro El mundo de ayer.
Suma de todos los malentendidos que se concentran alrededor de un nombre.
Palabras de Rainer Maria Rilke que cita Stefan Zweig en su libro El mundo de ayer.
Pero incluso en las personas de confianza me aburría la esterilidad de sus eternas discusiones y su encajonamiento voluntario en grupos radicales, liberales, anarquistas, bolcheviques y apolíticos; por primera vez pude observar de cerca al auténtico tipo de revolucionario profesional que se siente enaltecido por su simple actitud de oposición y se aferra al dogmatismo porque carece de soporte en sí mismo. Permanecer en semejante confusión hecha de charlatanería significa confundirse uno mismo, cultivar compañías dudosas y poner en peligro la seguridad moral de las propias convicciones.
De hecho, ninguno de aquellos conspiradores de café se atrevió nunca a conspirar; de todos aquellos políticos universales improvisados ninguno supo hacer política cuando hizo falta. Tan pronto como empezó la tarea positiva, la reconstrucción después de la guerra, cejaron en su actitud negativa y criticona, del mismo modo que muy pocos escritores antibelicistas de aquellos días lograron escribir obras importantes después de la guerra. Había sido la época, con su fiebre, la que escribía, discutía y hacía política por boca de ellos y, como todos los grupos que deben su unidad a una momentánea constelación y no a una idea vivida, todo aquel círculo de hombres interesantes y dotados se desintegró sin dejar rastro tan pronto como hubo desaparecido la resistencia contra la que luchaban: la guerra.
En su autobiografía El mundo de ayer.
Semejante éxito público se prestaba peligrosamente a desconcertar a alguien que antes había creído más en sus buenos propósitos que en sus capacidades y en la eficacia de sus trabajos. Mirándolo bien, toda forma de publicidad significa un estorbo en el equilibrio natural del hombre. En una situación normal el nombre de una persona no es sino la capa que envuelve un cigarro: una placa de identidad, un objeto externo, casi insignificante, pegado al sujeto real, el auténtico, con no demasiada fuerza. En caso de éxito, ese nombre, por decirlo así, se hincha. Se despega de la persona que lo lleva y se convierte en una fuerza, un poder, algo independiente, una mercancía, un capital y, por otro lado, de rebote, en una fuerza interior que empieza a influir, dominar y transformar a la persona. Las naturalezas felices, arrogantes, suelen identificarse inconscientemente con el efecto que producen en los demás. Un título, un cargo, una condecoración y, sobre todo, la publicidad de su nombre pueden originar en ellos una mayor seguridad, un amor propio más acentuado y llevarlos al convencimiento de que les corresponde un puesto especial e importante en la sociedad, en el Estado y en la época, y se hinchan para alcanzar con su persona el volumen que les correspondería de acuerdo con el eco que tienen externamente. Pero el que desconfía de sí mismo por naturaleza considera el éxito externo como una obligación de mantenerse lo más inalterado posible en tan difícil posición.
Lo escribe al hilo del éxito de sus obras, en su autobiografía El mundo de ayer.
—Es nuestra única salida —dijo—. Todo cuanto sé lo aprendí en el extranjero. Sólo allí se acostumbra uno a pensar con suficiente distancia. Estoy convencido de que aquí nunca habría tenido el ánimo para concebir aquella primera idea, me la habrían hecho trizas mientras todavía germinaba y crecía. Gracias a Dios, cuando la hice pública, ya todo estaba terminado y no pudieron hacer más que echar fuego por los ojos.
Palabras de Theodor Herzl, «fundador del sionismo político moderno». Las recuerda Stefan Zweig en su libro El mundo de ayer.
No es importante qué soy, sino qué puedo llegar a ser si me ayudan.
Erasmas, o sencillamente Raz, es el protagonista-narrador de Anatema, una novela de ciencia-ficción de Neal Stephenson.
Anatema está ambientada en el planeta Arbre, unos cuatro mil años en el futuro. Erasmas vive en un lugar llamado concento, parecido a un convento, pero cuyos habitantes no son religiosos sino dedican su vida al conocimiento, a aprender cosas nuevas. Vivir en un concento les permite centrarse en lo suyo, lejos del mundo exterior o extramuros, lleno de lo que ellos llaman gilypollezes. La separación entre el mundo exterior y los concentos surge a raíz de varios acontecimientos catastróficos en el pasado del planeta.
Después de presentarnos a Erasmas y el mundo que le rodea, empiezan a ocurrir sucesos extraordinarios en la novela. El maestro de Erasmas es anatematizado (condenado) y expulsado del concento. El mundo extramuros solicita que a fras especialmente buenos en lo suyo les sea permitido abandonar el concento para ayudar al mundo con sus conocimientos. A lo largo de la novela, Erasmas y sus compañeros descubren qué está ocurriendo: algo increíble que cambiará la historia de Arbre para siempre. Para el final, Erasmas ha cruzado continentes, enfrentado peligros extraordinarios y, sobre todo, ha conocido a personas que no había esperado conocer.
El nombre de Erasmas, como tantos otros nombres en Anatema, se parece al de un personaje real de la historia del planeta Tierra: Erasmo de Rotterdam, una persona bastante más tímida que Erasmas pero igualmente curiosa, libre e independiente. Es el inspirador de la marca Erasmus, las becas de estudios en el extranjero más conocidas de Europa. Una marca con tanto éxito que la Unión Europea probablemente prolongará hasta, al menos, 2020 bajo el nombre «Erasmus para todos». Ese «para todos» hace referencia a la decisión de agrupar otros programas, como Leonardo da Vinci o Comenius, también bajo la marca Erasmus.
A los lectores de estas líneas no les resultará ninguna novedad, puesto que lo escuchamos diariamente desde distintos sitios, que vivimos en un mundo en red, con una economía del conocimiento. Pero quizá sí resulte novedoso inspirarnos en esta novela de ciencia ficción para saber cómo vivir en ese mundo en red que tenemos alrededor, puesto que nuestra prosperidad dependerá de nuestra capacidad de aprender, de manera continua, cosas nuevas.
Si es cierto que, como dijo Nietzsche, «el futuro influye tanto en el presente que el pasado», la ciencia ficción promete ser un buen sitio para inspirarnos. Por eso me pareció buena idea ponerle al aprendizaje y trabajo en el extranjero, que debido a las becas Erasmus ya tienen un referente del siglo XVI en Erasmo de Rotterdam, otra del futuro, en la figura de Erasmas. Debido a su curiosidad y sed insaciable de aprender cosas nuevas, los dos personajes me parecen dignos de ser una inspiración en el mundo en red, en la sociedad de la información y del conocimiento.
Erasmas me ha enseñado dos cosas, aparentemente contradictorias.
El dicho en italiano «Impara l’arte, e mettili da parte» (Aprende el arte y déjalo aparte) expresa exactamente eso. No podemos hacer las cosas bien sin aprender lo que otros saben pero, al mismo tiempo, no podemos hacerlas bien si no dejamos de estar satisfechos con lo aprendido y lo rechazamos, o rechazamos una parte, para hacer las cosas de otro modo.
Como estudiar música, composición y solfeo durante 10 años para, a continuación, saltarse todas las normas establecidas y sentarse al piano para tocar pop experimental. Claro que puedes tocar pop experimental sin todo ese conocimiento, pero ese conocimiento te permitirá controlar la creación, que sea el resultado (incluso raro) que querías. Una vez más un proceso, y no una casualidad. Algo que sucedió porque así fue buscado, y no algo con lo que nos cruzamos sin saber nunca cómo ocurrió.
Viajar al extranjero para aprender y adentrarse en otro mundo proporciona una ocasión para hacer las dos cosas a la vez. Por un lado, nos pone en una situación de aislamiento —de nuestro entorno habitual— para centrar la atención en aprender algo en concreto. Por otro lado, nos expone a situaciones en las que cruzar los límites —de nuestro conocimiento anterior— para que nuestro aprendizaje nos sea útil en más de un contexto y nuestro conocimiento, mayor.
Cuando hablamos del extranjero, a menudo hablamos en términos administrativos: el territorio de un estado distinto del que nos dio el pasaporte.
Ahora bien, me pregunta si nos interesaría definir otro significado de la palabra extranjero, más acorde con los tiempos en que vivimos. ¿Cómo son estos tiempos? Si tuviera que destacar un sólo rasgo de los tiempos actuales, sería ése: hay un giro desde mirar el mundo, y a nosotros mismos, a través de la lente de instituciones que nos organizan la vida (la escuela, la iglesia, el estado, las empresas), a mirarlo desde nuestro propio punto de vista. El punto de vista de la persona y su entorno.
Stefan Zweig decía en su entretenido y sorprendente libro biográfico sobre Erasmo de Rotterdam que «el espíritu libre e independiente, que no se deja atar por ningún dogma y evita tomar partido, no tiene patria en la tierra». Con ello se refería a que Erasmo, que no quería estar ni en el bando de los católicos ni en el de los protestantes, prefirió cambiar de ciudad de residencia varias veces a lo largo de su vida, buscando siempre el lugar donde más libertad de pensamiento y expresión tenía.
Si ya en el siglo XVI, las personas con ideas propias y espíritu libre, no necesitaban tener patria, ¿qué sentido tiene para la persona, cinco siglos después, cuando tener ideas propias es más necesaria que nunca, referirse al extranjero como ese lugar que está fuera de las fronteras de nuestro país?
La esencia del extranjero es que está «fuera (extra) de». Pero, ¿fuera de qué? La única pista que ofrece la palabra es el sufijo -ero, que indica ocupación o profesión (como en consejero o carnicero). Es decir, el extranjero sería una persona con ocupación, un profesional, de fuera. Reforzar el significado del extranjero como una persona y no un país, creo que nos acerca más a lo que buscamos. Encaja en eso que he mencionado antes sobre el mundo en red: mirar y hacer las cosas más desde el punto de vista de la persona y menos desde el de las instituciones. Si es así, ¿el extranjero seríamos nosotros mismos?
Más allá de primer susto que esta pregunta puede provocar, creo que contemplarnos a nosotros mismos como extranjeros, es muy útil para el aprendizaje. Aprender en el extranjero se convertiría así en aprender como extranjero. Un extranjero, aunque sólo sea por instinto de supervivencia, siempre demostrará curiosidad y disposición para la colaboración, dos rasgos imprescindibles para prosperar en los tiempos en que vivimos. Aprender como extranjero también nos ayuda a ser conscientes de que estamos en territorio desconocido que necesitamos cartografiar para no perdernos por él. Eso sí, una vez tengamos nuestro mapa, nos moveremos con más disfrute, libertad y provecho.
La vida en el mundo en red, con una economía del conocimiento, es un continuo aprender y desaprender. Una estancia en el extranjero, por ejemplo una práctica Erasmus o Leonardo, es una excelente oportunidad para habituarse a este tipo de vida y se aprovecha mucho mejor si estamos interesados y dispuestos a aprender no sólo en el extranjero sino también con actitud de extranjero, desde el momento mismo de empezar a preparar la estancia.
Erasmo sólo puede defenderse a la manera de esos animalitos que, al estar en peligro, se fingen muertos o cambian de color; pero, lo que prefiere, en caso de tumulto, es retirarse a su concha de caracol, a su cuarto de trabajo: sólo detrás del muro de sus libros se siente íntimamente seguro.
Dada la tecnología puntera de su época, quizá sería más apropiado inventar una palabra y llamarle liborg. Y como tal, defenderse no se le dio nada mal, he de decir, tras leer su biografía desde la mirada de Zweig.