Apenas empezado el Manifiesto Ciborg, Jose me comentó en una conversación que Donna Haraway había estudiado biología. Un comentario muy afortunado: el texto me estaba resultando farragoso y así me acordé de que conocer el lado personal de la autora me podía animar a seguir leyendo. Ya me funcionó en su día con Saskia Sassen.
Fue así que, antes de seguir con el Manifiesto, leí la entrevista que Hari Kunzru hizo a Haraway en 1996 para Wired. De ahí supe que, efectivamente, estudió biología celular pero estuvo más interesada en cómo la biología era parte de la política, la cultura y la religión que en trabajos de laboratorio; se formó en medio de los movimientos libertarios de finales de los sesenta, el mismo ambiente que tuvo un papel decisivo en el desarrollo de Internet; durante algunos años vivió en una comuna; y siempre ha trabajado en el mundo académico, primero enseñando historia y teoría de la ciencia en Honolulu y Baltimore para luego convertirse en la primera persona en los Estados Unidos en enseñar teoría feminista en una universidad. Fue en California y en 1980, cuatro años antes de su Manifiesto.
Después, leí el resto del texto de un tirón para acabar consciente y muy contenta de que yo también era un ciborg. Que ya casi era un ciborg cuando, buscando ampliar mi realidad, escribí en un diario (entonces todavía en papel) todo para lo que no encontraba oídos humanos que me escucharan y busqué amigos de cartas para contar lo que no podía contar a nadie cara a cara.
Qué visionario por parte de Haraway la ruptura de tres límites (entre lo animal y lo humano, entre lo humano y la máquina y entre lo físico y lo no físico) para afirmar que
A finales del siglo XX todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en unas palabras, somos ciborgs.
Fue el desmantelamiento de las fronteras entre animales y humanos lo que le llevó al ciborg y a pronosticar el fin de
(…) las dicotomías entre la mente y el cuerpo, lo animal y lo humano, el organismo y la máquina, lo público y lo privado, la naturaleza y la cultura, los hombres y las mujeres, lo primitivo y lo civilizado (…).
De pronto, el texto me pareció poco feminista y Haraway interesada en transgredir las fronteras igual entre hombres y mujeres que entre humanos y chimpancés o entre humanos y máquinas. Su frase “no existe nada en el hecho de ser mujer que una de manera natural a las mujeres” podría parecer la inauguración del fin del feminismo. Su pronóstico de que las identidades se formarán a partir de la afinidad en lugar de a partir del sexo u otras características «naturales», me pareció un recurso liberador que prometía más poder y placer para las personas. Acertadamente, Haraway advertía que un mundo de ciborgs también podría ser «la última imposición de un sistema de control en el planeta».
Fue en la segunda lectura del Manifiesto que me fijé en su carácter feminista, en los aspectos que pudieron convertir este texto en uno de los documentos fundacionales de lo que más adelante sería la teoría del género. Fue el primer texto que Haraway escribió en un ordenador personal – pero, según la entrevista de Kunzru, también fue el resultado de un encargo de que escribiera 10 páginas sobre el estado del feminismo socialista.
Vaya por delante que conozco poco de la historia del feminismo y de las teorías e ideologías en las que se sustenta. Pero sí me queda claro que Haraway anuncia en el Manifiesto el fin del «feminismo socialista» y hace un llamamiento a reinventar el feminismo «a través de la teoría y de la práctica dirigida a las relaciones sociales de ciencia y tecnología, incluidos los sistemas de mito y de significados que estructuran nuestras imaginaciones». Y encuentra en la figura del ciborg un nuevo mito que el feminismo podría explotar, «el yo que los feministas deben codificar». Haraway buscaba conceptos y conexiones para teorizar la experiencia de «la gente» en el nuevo paisaje científico y tecnológico que ella, en los años ochenta (los años de los primeros relatos ciberpunk) supo ver que se aproximaba. El ciborg le vino de perlas.
Estos días los indianos estuvieron debatiendo sobre identidad y comunidad real vs imaginada. Y yo me acordé de lo que leí en un ensayo sobre la emergencia de la comunidad on-line: que en 1983, un año antes del Manifiesto de Haraway, Benedict Anderson postuló que todas las comunidades más allá del cara a cara son imaginadas, un proceso posibilitado por los medios de comunicación de masas. Asumido esto, los académicos y estudiosos influidos por Anderson empezaron a prestar atención al «estilo en que son imaginadas» las comunidades. Parece que una de ellos era Haraway para quien el «estilo» debía ser feminista y, como consecuencia, el ciborg debía tener consciencia de género.
Las personas cuya vida está enmarcada en comunidades imaginadas como la del género o de la nación, necesitan, claro, que otros edifiquen teorías para describir su experiencia ya que no hay tiempo ni espacio para juzgar las personas por lo que hacen y no por lo que nacen. Sólo que, en este caso, el placer y el poder también los disfrutan otros. En el escenario de Haraway, lo disfruta el «género ciborg» que cumple una «venganza global» en el camino hacia «el sueño utópico de un mundo monstruoso (ahora sí) sin géneros.»
Así es como me explico el empeño de Haraway en secuestrar el ciborg para la causa feminista. Aun así, no deja de resultarme curioso que consiguiera hacerlo en el mismo ensayo en que pronostica, tan acertadamente, que en el capitalismo posindustrial habría «más mujeres y más hombres luchando con situaciones similares». La predisposición, supongo.