Comentaba Michel el otro día:
El ‘goody’, no sabía que lo habían programado en España! Me saco el sombrero por esa generación de programadores (bueno, por otras también, peor ahora por esa 😉 ) Jugaba con mi padre y hasta una de mis tías al goody. Se me va a caer un lagrimón! 😛 Y después dicen que las computadoras e Internet destruyen a las familias!
Fue a raíz de recomendarle un libro que yo estaba leyendo aquellos días, y que seguro leerá en cuanto tenga su nuevo lector :).
Ese libro era Ocho Quilates, de Jaume Esteve Gutiérrez. Relata los primeros años de la industria del videojuego en España, en los años ochenta, a través de las personas que la construyeron. Me encantó. Me ha maravillado el género —que podríamos llamar, si quisiéramos complicarnos, etnografía de una industria, relato de mercado o mercadografía— y, aun más, la forma concreta que le dio el autor. Porque le ha salido redondo. Tras leerlo, siento hasta cariño hacia los protagonistas cuya energía y ganas de hacer y vender juegos entra al lector como si de un chute de oxígeno puro se tratase.
En seguida paso a compartir mis párrafos favoritos pero no antes de remarcar otras dos cosas que me gustaron del libro. Una es la edición cuidada del EPUB que, además, viene sin DRM y a un precio en el rango que espero de un libro electrónico. La otra, el subtítulo (Una historia de la Edad de Oro del software español), con esa «una» que reconoce la existencia de muchas historias, gesto que señala una actitud saludable y fiable de quien se dispone a contar una historia.
La herramienta
Pero no adelantemos acontecimientos. Si bien, como veremos más adelante, algunos de los protagonistas de esta historia flirtearon con el ZX80, fue su sucesor, el ZX81, la piedra angular sobre la que se cimentaron sus primeros trabajos. Los primeros programadores del momento tenían entre manos una máquina con la que podían escribir sus propios títulos y jugar, al mismo tiempo, a creaciones de terceros. Un escenario idílico hasta que se toparon con la primera piedra del camino: la oferta de videojuegos era casi nula.
De la misma manera que en la actualidad Sony, Microsoft o Nintendo tienen exclusivas para sus máquinas, en los ochenta había juegos que no llegaban a uno u otro ordenador. En este caso no era un problema de exclusividades ni de licencias, ya que cualquiera podía programar para una máquina sin pedir permiso a nadie. Más bien era una cuestión de tener los conocimientos necesarios en cada plataforma y el interés en lanzar versiones con el riesgo de que reportaran escasos beneficios.
El aprendizaje
“En los recreos –ilustra Granados–, cuando mucha gente iba a dar un paseo o comprar un bollo, nosotros pasábamos el tiempo en la sala de ordenadores que estaba en el bajo. Tenía los dos ordenadores para todo el instituto y ahí hacíamos nuestras cosas. Porque las clases de informática no eran prácticas, el profesor llegaba allí y daba una charla, explicaba un comando o lo que fuera y luego después, con suerte, íbamos una vez a la semana a los dos ordenadores. Lo que sí me pasó fue que en más de una ocasión el profesor me dijera, ‘Carlos, explícalo tú que lo sabes mejor que yo’ –ríe–. Me sacaba a la pizarra y daba yo prácticamente la clase35. Ellos aprendían igual que aprendíamos nosotros”.
“La Plaga Galáctica tiene su historia –rememora Suárez–. Me dijeron, ‘haz un programa de marcianos clásico’ y, pum, pum, pum, lo hice en una semana. Tenía una rutina, medio ensamblador, medio Basic y lo publicaron no sé cómo. He visto en Internet que para muchos era el peor programa de la historia, o el peor juego, por lo difícil que era, ya que era impredecible. Aprendí que no había que hacer enemigos impredecibles en los juegos, que había que poder predecir sus movimientos. Me dijeron que hiciera un programa de marcianos que te atacaran, y pensé: pues que te ataquen aleatoriamente. Luego resultó que era un error porque nunca aprendías a defenderte. Eran puros reflejos, no valían trucos. En la mayor parte de los juegos avanzas por trucos que vas aprendiendo, no por reflejos. Es más que nada aprendizaje”.
“Yo iba a clase por la mañana –ilustra Pablo–. Iba a la oficina, luego a la Universidad y volvía. Estudié tres años de publicidad, tres de marketing y dos de administración de empresas. Hice lo que quería, pero me fui yendo a lo que necesité. Nunca me lo planteé, pero fue por necesidad”.
La creatividad
[Mezclamos] un tema de aventuras en la selva con el café Saimaza. Y había una serie de la tele que era una copia [de las películas] y un tío que llevaba un sombrero salakov, una imitación del que lleva Indiana Jones. Creo que se mezcló ahí todo. Eso es crear, todo lo que te influye…”
Una definición de creatividad que encuentra un eco en esa definición de Gonzalo Martín, por cierto.