Desde 2009, cuando lanzó el programa con el que se proponía aplicar el éxito del Programa Erasmus a los jóvenes emprendedores, la Comisión Europea subvencionó 532 estancias con 560-1.000 € al mes para el joven emprendedor (persona que tiene un plan de negocio o una empresa ya establecida desde hace menos de tres años) y un pago único de 900 € para el intermediario. No es mucho si pensamos en los 2 millones de estudiantes que hicieron un Erasmus en los últimos 20 años. Pero sí es suficiente para reflexionar sobre el sentido del programa antes de asignarle una nueva tanda de fondos.
Entre los 400 intermediarios, uno de Breda tiene el récord de haber hecho de puente entre 30 emprendedores y empresas ya establecidas. La mayoría de los intermediarios lo consiguieron con sólo uno o dos, frustrando así los planes europeos de tener tres veces más participantes de los que realmente lo fueron. El mayor problema: «el tiempo que la empresa ya establecida ha de dedicar a enseñar al emprendedor».
Hay a los que sí les merece la pena acoger a un joven emprendedor aunque cueste tiempo. Son los que aprecian el espítiru y motivación diferentes. A éstos, sin embargo, no deja de llamarles la atención que el llamado intermediario no haya ido a conocerles ni una sola vez.
El objetivo del programa —facilitar la interacción entre emprendedores con el fin de integrar mercados— está bien, aunque sea una debilidad que sólo se centre en los estados miembros de la UE.
Uno de los problemas, creo, es que cabe la posibilidad de que los intermediarios no se muevan en el mismo espacio que las empresas: en el mercado. Y si es así, cabe pensar que les cuesta, por un lado, seleccionar al emprendedor artesano y, por otro lado, no sepan orientar a las dos partes para que el aprendizaje lo sea para los dos.