Mientas David escribe su nuevo libro sobre la descomposición, me he leído 11M, Redes para ganar una guerra, libro suyo de 2004 sobre el suceso que parecía que iba marcar un antes y un después en la forma de estructurarse la sociedad española.
El 11M es uno de esos episodios de la historia sobre los cuales me resulta difícil pensar sin sobrecogerme. A David, que lo vivió todo de cerca, seguramente el corazón se le encoge mucho más. Por suerte, esto no le impidió hacer un análisis profundo de las causas de los sucesos de aquellos días. Este post no pretende otra cosa que resumir de forma breve lo que he aprendido con esta lectura.
Multiculturalismo y mestizaje es otra de esas parejas de palabras que me voy encontrado en el itinerario y que son sumamente útiles para comprender fenómenos complejos (otras son internacional-transnacional o pluralidad-diversidad): un multiculturalismo que, conforme iban llegando a España más y más inmigrantes a partir de los ochenta, se convertiría en discurso oficial biensonante pero que, visto de cerca, en realidad encubría una impermeabilidad de la sociedad que se volvería en su contra.
La alternativa al multiculturalismo es el mestizaje que coloca la diversidad en el individuo y no en las comunidades y cambia por tanto el signo de la pertenencia. Mientras el espacio multicultural es un espacio social definido por varias comunidades internamente homogéneas a las cuales pertenece con exclusividad el individuo, en el mestizaje la diversidad está en el individuo, no es él el que pertenece a una cultura, sino distintas culturas las que le pertenecen a él en grado diverso y en la forma que finalmente, él y no la norma o la élite intracomunitaria, decide.
La descripción de una sociedad pobremente vertebrada más allá de «cuadrillas» se ajusta bastante a mis propias experiencias del año que pasé en 2000 y 2001 como inmigrante en distintas partes de la Península Ibérica. A la cuadrilla, sin identidad propia más allá del ser de tal localidad o haber ido a tal escuela, no le interesa mezclarse con personas de fuera, preferirá verlas como una gran unidad de ellos. La persona cuya vida social se articula en cuadrillas, las chicas del Este le dan recelo y a los inmigrantes musulmanes los querrá ver bien gestionados (controlados, empaquetados) por su propia «élite intracomunitaria». No era consciente de ello antes de leer el libro pero tampoco me sorprende que, insensible ante la diversidad de los inmigrantes musulmanes, uniendo política de integración con política exterior, el estado español entregara la tutoría del islam en España a la monarquía saudita. El wahabismo, una rama integrista del islam que es religión oficial en Arabia Saudita, representaba así una de las pocas opciones de integración en la sociedad española para aquellos inmigrantes marroquíes quienes se convirtieron en los terroristas islámicos del 11M.
Coincido con Juan Urrutia quien dice en el epílogo que es iluminador cómo el libro identifica a los verdaderos interesados en el terrorismo islámico: los caciques locales y la oligarquía petrolera árabe. Son los que, ante las nuevas oportunidades y libertades que la globalización y las remesas de los inmigrantes abren para una población hasta entonces sumisa, temen perder su poder y sus monopolios. Y son a ellos a los que fortalece Europa al proteger su agricultura, motivado también por el temor ante una pérdida de poder y monopolios. Tanto el terrorismo islámico como el proteccionismo de la PAC son elementos de la descomposición. Y, como tales, se fortalecen recíprocamente.
Al leer las soluciones que David propone uno recuerda la famosa frase de Einstein de que los problemas no se solucionan en el mismo nivel de pensamiento en que fueron creados. Ante los fenómenos de la descomposición y resistencia a la globalización se necesita,no un retroceso, sino más de lo nuevo, más globalización. Si los que se resisten a las libertades individuales que podría traer la globalización se organizan en enredaderas porque la tecnología lo hace posible, no se necesita centralización y control sino, «hacer florecer enredaderas sanas entre las malas enredaderas»: una sociedad más vertebrada, más abierta, más distribuida. Es este enfoque que lleva a David a afirmar que «los musulmanes no son el enemigo, sino el objetivo a ganar» y que «identificar islam con Al-Qaida es regalar de entrada el objeto de la batalla a nuestro enemigo». Sólo el mestizaje y la globalización de la democracia reticular permitirá, como dice Juan Urrutia en el epílogo, «defender la vida y no los principios».
Porque resulta que, en un mundo en que las tecnologías de comunicación posibilitan el swarming, la defensa de los principios, de los privilegios, del poder establecido, del status quo, de los monopolios… nos hace más frágiles. Y es interesante que tampoco la red de ciudades, de la cual habla Bruce Sterling en la cita que David incluye en el libro, que estudian los sociólogos de la globalización y que anteriormente barajaban también otros para quienes lo pequeño era hermoso, parece ser una estructura realmente adecuada para los nuevos tiempos, dada su fragilidad que puede ser aprovechada por el terrorismo en red. La red de ciudades, para muchos la máxima representación de la globalización, podría no ser más que un paso intermedio hacia una estructura aún más distribuida que Juan Urrutia esboza en el epílogo del libro en los siguientes y sugerentes términos:
La única manera de evitar la fragilidad de las redes es hacerlas igualitarias evitando o eliminando las redes aristocráticas. En estas redes igualitarias los enlaces se distribuyen más o menos igualitariamente entre los nodos y el poder se iguala entre los individuos. He aquí la venganza del feudalismo. Ésta consiste, precisamente, en hacer imposible el deseo moderno de conservar disfrazado el poder feudal mediante la creación de un neofeudalismo tecnológico y desterritorializado que, como feudalismo, da origen a numerosos centros de poder novedosos pero que, como tecnológico, hace imposible el ejercicio excesivo de ese poder para desesperación de los modernos recién llegados que creían poder adueñarse de al menos una parcela del mundo.
«11-M Redes para ganar una guerra» es uno de esos libros que ganan con la perspectiva del tiempo. Porque aunque seis años después hay cosas que ahora resultan ingenuas o equivocadas la tesis fundamental del libro es brutalmente correcta: No hay un «sueño español» que permita creer a los emigrantes que aquí hay una escalera al éxito social y económico para ellos. Lo que importa por encima de todo en España es quien eres (de quién eres hijo/sobrino/amigo) y por tanto si eres de «los de siempre», «de buena familia», «de los nuestros». Funciona en la política, la empresa y la universidad donde terminan colocados infinidad de mediocres que devolverán el favor a los suyos.
Completamente de acuerdo con tu valoración sobre el libro.
Sobre la impermeabilidad del tejido social español ante los inmigrantes hay un detalle que no deja de sorprenderme: ¿en qué se convirtió la experiencia de los 600.000 emigrantes españoles que, en los años sesenta, se fueron a buscarse la vida a Alemania, Suiza y otros países europeos y que creo que sí encontraron una cierta prosperidad económica? ¿Se quedaron todos allí? ¿Qué le contaron a sus amigos y familias? Qué valores transmitieron sobre cómo afrontar lo nuevo y desconocido? ¿Dónde y cuándo se ha hablado de esto?
Tu post es mejor que el libro Bianka! Ya me hubiera gustado tener entonces la claridad con la que unes en la descomposición la pac y alqaeda por ejemplo…
🙂
Una de las partes que más me hizo pensar es cuando hablas de cómo enfrentó la opinión pública en España la pregunta de quién hay que defender de los atentados terroristas islámicos. «La prensa, los opinadores, seguidos de una buena fracción de ciudadanía han pensado que lo que había que defender era la paz, la solidaridad Norte-Sur o los valores de la justicia internacional», dices. Me parece tremendamente importante aprender de ahí que afrontar la realidad desde supuestos valores éticos universales debilita la resiliencia, hace que, en este caso una ciudad global, resulte frágil y no sepa defenderse. Los valores universalistas son en la práctica, en el terreno de lo concreto, tan superficiales y abstractos que la multiculturalidad.